viernes, 22 de enero de 2010

Negocio Sucio

I

La veo en la vitrina ahora. Puta que es linda. Me mira detrás del cristal y no se si es el reflejo o son sus ojos los que brillan, pero se que piensa en mí. La otra vez vi una igual, aunque uno piensa que sólo hay una como ella en la vida, asi que entre a la tienda y le dije al dueño que la quería, que esa era la mía.
- ¿Perdón? - me dijo.
- La de ahí, ¿Cómo se llama?
Me da verguenza pensar en cómo terminó esa tarde, pero no me gusta que se rían de mí. El viejo lo hizo, pero con el ojo morado no se reía más. Al final lo que importa es que estoy de vuelta en la calle, y la tengo frente a mí. Puta que es linda. Voy a entrar.
- Hola, hola. Una consulta, ¿Cómo se llama ella?
- ¿Cómo? - responde el cabro del mostrador, uno de esos "viejos jóvenes" sin futuro ni un pasado muy interesante - ¡Ah! El maniquí - asiente cómo si de repente se hubiera acordado de que me conoce, pero yo no lo he visto ni en pelea de perros - Le ahorro los problemas compadre... está pololeando ella.
- Ah... - nunca me habían dicho algo así, ¿Será verdad?
- Pero tengo otra, una chinita, me llegó hace poco, ¿Quiere saber el precio? - ¿Precio? No sabía que me había metido a un prostíbulo, no me gusta esto.
- ¿Precio? Creo que me equivoqué de lugar... disculpe - digo.
Salgo de ahí sin esperar que me responda el viejo. Afuera hace frío y parece que va a llover, pero prefiero mojarme a estar en un lugar como ése. Un prostíbulo con fachada de tienda de ropa. Que feo, si hasta los lugares más familiares ahora están corrompidos. Y más encima la manera en que se refirió a la mujer. ¿Maniquí? Esto es el colmo de la decadencia.

II

- ¿Aló? Sí... yo poh'. Oye huevón, llegó el cabro ese... El loco que me contaste que se enamora de los maniquís de las vitrinas... Claro, pasó y me preguntó el nombre de una que tengo ahí, una con bikini...¡já! Adivina qué le dije... no huevón, le dije que estaba pololeando... Claro, si lo creyó, después le dije que tenía otra, tenía pensado vendersela caro y hacer unas lucas extra poh'. No, se fue. Si, bien raro el gallo ese. Claro, je, el colmo de la decadencia poh'. Ya, sí, Chao.
Cuelga. Suena el tono del teléfono.

jueves, 14 de enero de 2010

Sobre cómo arruine mi vida

Antes de conocer mi relato y proceder a juzgarme, como inevitablemente será, hay un par de cosas que deben saber. Primero, que algunas especies de moscas viven hasta alrededor de 48 horas. Segundo, que soy un asesino. No sé cómo llegué a este punto, en que todo parece tan confuso que los datos y las cifras parecen tan inconsistentes como el aire, y cuando pienso en el yo del ayer solo puedo sentirme totalmente desligado, como si ése fuera solo un imitador, sólo un vestigio de realidad inerte.
 Fue en una cena romántica. Una brisa tenue pero fría entraba por la ventana semi abierta y me ponía los pelos de punta, provocando una danza trémula en la llama de las velas. Las sombras se movían al ritmo del viento y todo esto parecía distraerme de todo lo que pasaba; la cara de la mujer en frente mío; el sabor de los mariscos que nunca amé ni odié; el sonido fresco de la música lounge que llegaba desde un rincón del comedor. Cuando volví a mirarla a los ojos me di cuenta de lo incómoda que le ponía la brisa, así que me levante a cerrar la ventana, sin alejar la mirada de la mujer y exhibiendo una sonrisa estúpida, como diciendo Ya entendí, tienes frío. Cuando por fin quedamos aislados de toda distracción el ambiente comenzó a parecer el adecuado. El sentimiento de pronta decepción que me revolvía las entrañas pareció desaparecer, como si lo hubiera lanzado por la ventana antes de cerrarla. Entonces, cuando me dirigía a mi asiento y los ojos de la mujer me parpadeaban anhelantes, vi el horror en mi plato. Encima de una papa cocida que sobresalía del caldo de estofado, una mosca se daba un festín, contaminando todo lo que tanto trabajo me costó hacer. La repulsión pareció reflejarse en mi mirada porque instantáneamente la mujer fijó su mirada en mi plato. Los recuerdos de lo que pasó a continuación vienen a mi palpitando, una intermitencia entre la memoria fotográfica y la total confusión de hechos. Lo próximo que recuerdo es que recorría la habitación balbuceando escusas (Esto nunca me pasa, te lo juro) en busca de algún diario para aplastar a la intrusa. La mujer solo estaba sentada inmóvil, mirando el plato donde la mosca movía las patas y zumbaba molesta, y tratando de tranquilizarme, diciendo que lo comprendía (lo que me hizo sentir patético). 
Encontré un diario y lo enrollé; el insecto no tenía escape. Me abalancé con violencia sobre el plato y el diario dio en el blanco, salpicándome con un poco de caldo.
- ¿Qué has hecho? – grito la mujer, desesperada - ¿Qué? ¿Por qué?
Tantas preguntas y yo tan confundido. ¿Qué había hecho? Ella me odiaba, aún no entiendo bien el porqué. Entonces salió corriendo de la casa, con el maquillaje hecho un río de llanto en sus mejillas. Yo me quede sólo, con el cadáver de la mosca ahí en mi plato.
Desde esa noche no duermo, me limito a escuchar los zumbidos que acechan en las sombras o sobre los platos de comidas. Ellas, las moscas, volverán algún día buscando venganza y tal vez ella, la mujer, llamó a la policía y vienen por mí ahora. Si de algo me sirvió arruinar mi vida, fue para comprender una verdad no tanto evidente como irrefutable. Las moscas son sirvientes de un ser mayor, una especie de mente colectiva, y tan solo de esa manera, viven por la eternidad. Al deshacerse de una solo eliminas una parte minúscula, fácilmente reemplazable, insignificante. Si al final no hay razón para hacerlo, porque luego vendrá otra y seguirán viniendo, zumbando frases de odio. ¿Y quién asegura que aquella que aletea ahora en mi ventana no es la misma que maté esa noche? No hay nadie que pueda distinguirlas, son como el polvo, son como el recuerdo, como la muerte.